La solidaridad de la gente del mar es una noción que no conoce fronteras ni credos ni ideologías. La solidaridad con las personas que se ahogan en el mar se materializa por una asistencia gratuita, benévola y obligatoria (por ley). Aquí les cuento mi pequeña aventura vivida hace más de 25 años para ilustrar nuestra bronca indignada acerca de la supuesta no actuación de las fuerzas de seguridad del estado cuando repelieron la entrada de inmigrantes ilegales en Ceuta el pasado jueves 6 de febrero 2014.
Tiki 46
Durante el invierno de 1989 navegaba a bordo de un Wharram tiki 46, hecho en casa, por las aguas de Canarias. El capitán y dueño de ese catamarán era el capitán Archibaldo Haddock, pelo rubio y sin barba. Como él, era belga, maldecía como un marinero, y era igual de borracho que el capitán de las viñetas cuando se dió a conocer en el álbum » El cangrejo de las pinzas de oro». Mi capitán se encerraba cada noche en su cabina después de haberse tragado su t-bone diario y su medicina: cualquier bebida con más de 40 grados de titulación necesarios para aliviar los síntomas de su supuesta enfermedad degenerativa. Después de unas semanas pasadas con él, me convencí de que no padecía otra cosa que un alcoholismo puro y duro. Estaba durmiendo la mona en su litera y yo pilotando el monstruo de 46 pies y dos mástiles,cuando una borrasca de vientos huracanados se desató en el paso entre Tenerife y la Gomera. Así, sin más. Estábamos atascados, sin motor (el capitán y dueño había canjeado unos días antes el fueraborda de 10 caballos por una caja de whiski de contrabando), cuando pasamos de la más aburrida calma chicha al levantamiento de las proas del catamarán cabreado por un constante viento fuerza 7. Tuve que atarme con una cuerda al banco del timón.
Habíamos robado al ferry Benchijigua de la transmediterránea, media docena de clientes que iban a pasar unos días en Valle Gran Rey. Nos pagaban un poco menos que el pasaje oficial y se supone que llegaban igual de sanos y salvos… llevabamos a bordo un escocés que volvía a su velero anclado en un puerto de Gomera, dos inglesas que saltaban de velero en velero, unos alemanes despistados… todo el mundo se puso a vomitar de concierto excepto el escocés que me ayudó al “reefing” de las velas y se volvió a dormir. El capitan Haddock ni se enteró cuando llegamos a la bahía de la Playa de Santiago.
